20070903

El aire de las montañas

Camino por la explanada que conduce a la fosa donde hace unas semanas encontraron los huesos del hombre, el guerrillero heroico que murió cuando yo aún era niño. La peregrinación ha terminado; empezó hace muchos años, más de treinta, cuando supe que fue asesinado junto a sus compañeros. Siempre tuve el deseo de venir a estas montañas, de recorrer los caminos y respirar el mismo aire que ellos lo hicieran, hace ya tanto tiempo.
Ayer llegué al pueblo y lo primero que hice fue dirigirme al hospital para pedir hospedaje por una noche. Esto no es de extrañar porque soy médico y los colegas, especialmente en los pueblos de provincia, siempre nos brindan albergue en una cama de su hospital. Después de acomodarme en una sala ubicada en la parte vieja del edificio, el director, un joven médico en servicio rural, se fue a su casa deseándome feliz estadía.
Vine a este pueblo de las montañas para conocer el lugar que guardó por muchos años los huesos del hombre. No tiene nada de fanatismo, ni de religiosidad, ni de curiosidad, ni de turismo; simplemente quiero estar en el lugar donde acampó por un largo periodo de tiempo; digamos que mi visita se debe al mismo placer racional que, de estar vivo, tendría por asistir, al menos por una vez en mi vida, a una conferencia o a un acto de masas, para escucharlo hablar. Solo es eso.
Después de recorrer el hospital, un ritual que entre los médicos tiene un poco de vocación y otro de rutina, salí a conocer el pueblo nacido entre las montañas que tienen a sus pies el monte bajo que crece en las últimas estribaciones de Los Andes. Sus calles son empinadas y están empedradas con redondas piedras de río. Las casas, de arquitectura colonial, se encuentran deterioradas por el paso del tiempo. La gente es simple, alegre y hospitalaria.
En las puertas del hospital conocí a don Gato, un lugareño agradable y conversador que me habló con amabilidad y, mientras caminamos por las calles apenas iluminadas por la mortecina luz de los faroles del alumbrado público, me puso al tanto sobre la historia del lugar y las costumbres de la gente. Con el tono jovial característico de la zona me contó anécdotas relacionadas con la vida de los médicos y las enfermeras que pasaron por el hospital. También me puso al día sobre historias de aparecidos, bultos y tesoros escondidos que hay en el pueblo y que, cuando uno menos espera, cruzan por el camino. Cuando supo que yo no venía por razones de trabajo, rápidamente se dio cuenta de la intención de mi visita al pueblo.
-Yo conozco donde está la fosa, pero ellos no estaban allá. Yo sé por que se lo digo. Es puro invento. Quieren hacernos creer que lo hallaron y que se lo llevaron, pero eso es por política. Nunca se los llevarán porque ellos ya pertenecen a esta región -me dijo en actitud confidencial.
-No se, dijeron que era él y que fue encontrado utilizando lo más moderno de la técnica forense. Me gustaría conocer el lugar -le respondí esperando mayor información.
-Está bien, está bien -contestó enigmático y después añadió cambiando el tono de su voz- Si usted de veraz quiere ir, está bien, yo le explico. No puedo llevarlo, eso si, porque trabajo, pero le indico dónde queda el lugar. Después me busca para que me cuente cómo le fue. Mi casa es esa grande de dos pisos que está en la plaza, al lado del Hotel. Si no la puede encontrar igual pregunta por mí, aquí todo el mundo me conoce
Ahora bajo por unas grietas que el tiempo y las lluvias han calado en la greda; una escasa vegetación cubre el arcilloso terreno; finalmente la fosa está ahí, sus contornos se dibujan como f0auces hambrientas en medio de la amplia explanada de tierra. A medida que me acerco tengo el extraño presentimiento de que voy a encontrarme con él, que una ineludible cita, pactada décadas atrás, me espera. Desde las montañas el fresco viento de la mañana trae voces como de ecos perdidos. Siento que estoy volando, como si no tuviera un cuerpo que me contenga, una sensación de incorporeidad se apodera de mí y solo percibo la claridad de la mañana envuelta en la brisa que tiene un fuerte olor a flores silvestres.
Me acerco al borde del amplio hueco labrado en el suelo y ahí está el hombre, reclinado sobre su enorme mochila de campaña, con su estampa guerrillera, disfrutando el tabaco de su vieja pipa. Junto a él están sus compañeros. Parecen fantasmas surgidos de la nada. Visten unos uniformes que hace mucho fueron verdes y que ahora tienen un color indefinido que han ido tomando de todas las tierras y de todas las aguas que tocaron; calzan con abarcas, como simples campesinos.
-Hola compañero -me dice el hombre y me alarga su humeante pipa- ¿Quieres fumar? De comer, no tenemos.
Los demás me miran sonriendo. Sus miradas son francas y claras.
Atónito sin saber que contestar, me quedo pasmado por la visión; entonces la algarabía de una veintena de adolescentes que llegan cantando, irreverentes y curiosos por conocer el lugar, me distrae. Vuelvo la mirada hacia el fondo de la profunda excavación pero el hombre y sus compañeros se han marchado, solo queda la tierra que por tanto tiempo los cobijara.
Un sentimiento de desconcierto y perplejidad invade mi espíritu mientras regreso al pueblo de las montañas. Reflexiono sobre aquella fugaz pero nítida imagen que hace tambalear mis posturas más racionalistas. Nunca creí en fantasmas ni me dejo impresionar por cuentos de aparecidos, pero ese momento fue tan intenso y la sensación de estar frente al hombre y sus compañeros tan real que estoy a punto de creer que fue cierto. Sin embargo poco a poco recupero el sentido de lo racional y la única explicación que encuentro es que mi largamente esperada visita al lugar, la incesante lectura sobre la historia de este grupo de hombres, la identificación con sus ideales, el enrarecido aire de las montañas y, finalmente, las truculentas historias que me contara don Gato, hicieron que mi mente fabrique un encuentro imposible. Ya más sereno, y preso de un agradable romanticismo, pienso en qué hubiera sucedido si aquellos jóvenes no llegaban; tal vez me iba con el hombre y su grupo a lidiar en sus combates, porque ahora deben ser poemas y flores, y no balas, lo que disparan con sus viejas carabinas.
Cuando llego al pueblo busco a Don Gato, para contarle mi historia. Seguramente esto tampoco lo creerá, pero necesito hablar con alguien y quién mejor que él para hacerlo, así tendrá una anécdota más con qué distraer a los visitantes. No lo encuentro en la plaza, tampoco por las inmediaciones del hospital donde anoche lo conocí. Me dirijo a su casa, toco la puerta y me atiende una viejecita de ojos verdes y de piel arrugada por los años.
-¿Está don Gato? -le pregunto entusiasmado.
-¿A quién dice usted que busca? -me contesta sorprendida.
-A don Gato -le respondo de inmediato-, no se cómo se llama pero me dijo que lo busque aquí.
-No puede ser -me dice algo molesta- usted se está confundiendo joven, aquí vivo sola con mi nieta. Tuve un hijo al que llamaban Gato, pero él ya no vive aquí.
-Disculpe señora, pero ayer en la noche estuvimos juntos, conversamos y me dijo que vivía aquí, que ésta era su casa.
-Ya le digo joven, aquí solamente vivimos mi nieta y yo. Mi hijo hace mucho que partió con aquellos guerrilleros que murieron en el monte y nunca más volví a saber nada de él.

20060825

Loco de atar

Cuento
El hombre llega con paso apurado hasta la esquina de la plaza principal y observa la calle atestada de automóviles, espera un momento, cruza la calzada y se dirige al monumento a la libertad, en el centro de la plaza. Va pulcramente vestido con un sobrio traje de color café. Debajo del brazo lleva una carpeta de cartulina que sostiene con mucha atención. Se llama Luis Eduardo y tiene una importante tarea que cumplir; él y sus compañeros han decidido reunir firmas para luchar contra la prohibición de publicar un semanario. Tiene unos ojos de color azul intenso que, vivaces, buscan posibles firmantes entre la gente que se encuentra en el lugar.
Sentados en un banco de la plaza, Luis Eduardo observa a tres hombres que conversan mientras toman el sol del mediodía. El primero, el de mayor edad, tiene la apariencia de los jubilados que miran pasar el día mientras esperan inmutables la renta que no llega. El segundo, un calvo de edad indefinida, tiene la expresión despreocupada y satisfecha de los mantenidos, de los que nunca han trabajado. El tercero, que es relativamente joven, tiene la nariz afilada y la mirada vaga y vidriosa de los desempleados. Hacia ellos se dirige con una amplia sonrisa en el rostro.
-Buenos días, mi nombre es Luis Eduardo. Disculpen la molestia pero ando recolectando firmas para presentar una solicitud que busca revocar la prohibición de publicar un semanario que, injustamente, nos ha impuesto el director de mi instituto -dice enfático mientras saluda a cada uno con un fuerte apretón de manos.
-Pero, que barbaridad –dice el desempleado, un tanto confundido.

-Díganos de que se trata y con gusto lo ayudaremos, si es que usted tiene la razón –contesta en tono amigable el mayor de los tres hombres.
-Desde luego que la tengo –responde Luis Eduardo-, se trata de la publicación de un semanario con notas sobre distintos tópicos de la vida institucional, de la cultura, del deporte y de la coyuntura que nos ha tocado vivir; díganme si ustedes no tienen algo que decir o comentar sobre la globalización o sobre la selección nacional de fútbol, o sobre el presidente, por ejemplo; o quizá un poema para un amor escondido.
-Por supuesto, pero no entiendo porque se opone el director de su instituto –replica con curiosidad el jubilado.
-Me imagino que es un político autoritario que teme que ataquen a su partido- dice con expresión de rabia el desempleado
-Alguna razón tendrá –acota con indiferencia el calvo satisfecho
-En el primer número del semanario hemos publicado algunas notas sobre la vida en el instituto, la mayor parte se refieren a anécdotas y bromas de buen gusto sobre los compañeros; también algunos han escrito poemas y otros han escrito artículos sobre la política del país o sobre la guerra en Irak. El director opina que algunos de los artículos sobre política y en especial los poemas son demasiado, digamos, inflamados. Pero consideramos que estamos en el derecho de emitir nuestras ideas.
-Ya veo por donde anda el malestar del director. Ese semanario debe ser un pasquín revolucionario o algo así – vuelve a intervenir el satisfecho.
-Pero veamos, no creo que eso pueda ser ofensivo para nadie, menos para el director, si es que no hay referencias de mal gusto que lo perjudiquen o que busquen su desprestigio- dice el jubilado.
-Nada de ello -replica Luis Eduardo-. Sobre él no se ha escrito nada; es más, todos los artículos que hacen referencia a la vida del instituto muestran su lado humano; lo repito, son las opiniones sobre el país, la guerra o la globalización lo que más molesta al doctor. Además de los poemas, por cierto.
-Creo que ustedes tienen un inquisidor por director. No puede ser que en plena democracia haya gente que censure la libre expresión de las personas. No hay derecho- argumenta con indignación el desempleado.
-A mí me quedan algunas dudas; a título de libre expresión tampoco se puede andar incendiando el mundo -afirma con autoridad el satisfecho.
-Mire -dice Luis Eduardo mientras enciende un cigarrillo-, tampoco acepta el nombre que pusimos a nuestro semanario, lo considera ofensivo y de mal gusto.
-¿Y qué nombre le pusieron? –pregunta con curiosidad el jubilado.
-Nosotros también pensamos- responde Luis Eduardo a tiempo que chupa con avidez aspirando el humo de su cigarrillo.
-Pero es un verdadero abuso, ese tipo está loco- manifiesta el desempleado mirando sin ver la alta torre de la catedral que repica las doce campanadas del mediodía.
-Si señor, usted lo ha dicho, un loco de atar –contesta Luis Eduardo con el rostro iluminado por una gran sonrisa.
-Bueno, bueno, mi estimado amigo, ahora díganos a quiénes debemos apoyar en este justo pedido- le dice con actitud bondadosa el jubilado.
-Le quedo muy agradecido, somos los internos del Instituto Psiquiátrico que está cerca de aquí, frente al parque central –contesta Luis Eduardo.

Profe ¿Cuando vuelve?

Cuento

Debo cumplir con el pedido que me hiciera María Teresa para reemplazar a Ramón en su clase de literatura; tan solo son dos horas y tengo que hablar con sus alumnos sobre literatura latinoamericana; un tema fácil considerando que soy un buen lector y que he leído a García Márquez, a Neruda, a Cortazar, a Benedetti y, precisamente ahora, estoy leyendo a este mexicano Velasco; se puede decir que tengo una buena base para complacer a María Teresa y, de paso, ayudar a mi querido amigo Ramón. El único problema que tengo es el curso, cuarto medio, un curso lleno de jóvenes, lindas chicas, con bonitas piernas. Pero, seguro que voy a pasarla muy bien.

Ramón me recomendó mostrar seriedad y disciplina con los alumnos y, en especial, no darles tiempo para distracciones. ¡Pamplinas! Los conceptos de la pedagogía moderna dicen todo lo contrario: hay que ser horizontal, buscar el diálogo y, sobre todo, que sean los estudiantes los que construyan su conocimiento; aquí los que tienen que trabajar son ellos; el profesor solo debe ser un guía en el proceso; ¡sí señor! seguro que hoy me gradúo como un eximio profesor de literatura. Al fin de cuentas ¿qué hay que uno no pueda aprender? Esto no es nada del otro mundo, tan sólo es una clase de literatura que apenas dura dos horas.

Llego al colegio a la hora acordada y me dirijo al curso; los alumnos están ya en el aula, conversando y charlando, algunos miran a través de la ventana; entro y aquellos rostros jóvenes me miran como a un bicho extraño; parecen buenos muchachos, no los bárbaros descritos por Ramón. Saludo a todos y recibo distintas respuestas, desde el saludo formal de algunos, pasando por las risas y los vocablos indefinidos de otros, hasta la total indiferencia de la mayoría. Me presento pero a casi nadie parece importarle mis datos, excepto a algunos que están sentados en la primera fila y a una belleza que me mira muy coquetona, al parecer interesada en lo que digo.

Les explico que Ramón viajó de emergencia, que por esta clase voy a sustituirlo, que espero tengamos una muy buena relación –risas, suspiros, burlas-, que en lo fundamental vamos a hablar de algo que ellos ya conocen: la literatura latinoamericana. La mayor parte pone cara de no conocer nada, incluso algunos aparentan no haber oído nunca hablar a Ramón sobre el tema. Los de la primera fila aprueban con movimientos de cabeza, la belleza muestra mayor interés en mis palabras y no me quita los ojos de encima.

–¿No va a llamar lista, Profe?- me pregunta.

Claro que sí, esta chica es mi salvación, llamar lista me dará unos minutos para conocernos mejor y para empezar, de una muy buena manera, la tertulia literaria que pienso sostener con estos chicos.

Voy llamando lista y las respuestas son variadas y simpáticas, algunas un poco agresivas, pero en general voy bien; empiezo a asociar los apellidos de los alumnos con los de mis amigos y conocidos tratando de encontrarles algún parentesco y, aún no he llegado a la mitad del listado, que aquí medio mundo está conversando, algunos se levantan y van hasta el asiento de sus compañeros a intercambiar cosas y, en la última fila, creo advertir una pareja que enamora. Estoy a punto de perder el control de la situación, hago un alto y llamo al orden; les pido que nos comportemos como gente mayor porque, obviamente, yo los considero personas mayores y no unos niños a los que hay que llamar la atención para que atiendan la lista -suena un celular y la dueña del teléfono no se hace el menor problema en contestarlo. Tengo que cambiar el tema para recordar que los celulares están prohibidos en el aula. Mientras la chica conversa me da la razón con movimientos de cabeza, pero sin el menor apuro por cortar la conversación; al final me dice sonriendo “disculpe profe”, y se pone a comentar su charla telefónica con su compañera de asiento. Termino de llamar lista en medio de un desorden que va creciendo y no me detengo en detalles de conducta porque creo que una vez entremos en tema el curso va a convertirse en un Ateneo Literario.

Una vez que termina la interminable lista vuelvo a la carga con el asunto de la literatura latinoamericana y, para iniciar el diálogo, escribo en el pizarrón: LITERATURA LATINOAMERICANA. Esto aprovechan los alumnos para reanudar sus amenas conversaciones y para mofarse un poco de mí; alguno lanza algo por el aire pero prefiero ignorarlo. Nuevamente me propongo hablar sobre los principales autores y repito los mismos nombres porque, por algún motivo que desconozco, se me borraron de la memoria la mayor parte de los escritores latinoamericanos que he leído a lo largo de mi vida que, les confieso con toda sinceridad, no son pocos; pero bueno, continúo adelante. Ahora uno de la primera fila me pregunta:

-Profe ¿no va e recoger la tarea?

La tarea no, que la recoja Ramón. Les indico que vayan trabajándola con calma hasta que vuelva su profesor y que a él se la presentan, no hay problema. Recibo mi primera muestra –quizá sea mejor decir aullido- de aprobación; aunque hay unos pocos –los de la primera fila- que me miran un tanto extrañados y con aire de frustración. Son los nerds, mejor los ignoro. Nuevo desorden que aprovecho para mirar la hora; ya van quince minutos.

Un nuevo intento por retomar el tema. Esta vez me va muy bien, no he tenido mayores interrupciones y empiezo a mostrar mi vasto conocimiento sobre la literatura latinoamericana -cada vez que digo estas palabras, con aire de suficiencia, las muestro en el pizarrón. Aun no encuentro la forma para ordenar mis ideas y aterrizar en un autor o en un tema o en algo en particular, sin embargo lo voy haciendo relativamente bien. Claro que debo olvidar algunas risitas, algunos comentarios un poco irónicos y la absoluta indiferencia de la mayoría. Entonces la belleza me pregunta con aire intelectual:

-Profe ¿qué influencia tiene García Márquez de Heminway y de los escritores de habla inglesa?

La pregunta me deja un poco desconcertado, por el momento no puedo encontrar una relación entre García Márquez y los escritores gringos, en sus libros no dice nada. Para ganar tiempo, retruco la pregunta:

-A ver, a ver ¿Quién puede hablarnos sobre la influencia norteamericana en García Márquez?

La belleza me corrige que se refiere a los de habla inglesa en general. Paso por alto la observación y me quedo esperando la respuesta. Silencio total. Pero no dura mucho, algunos ya han vuelto a su interrumpida conversación. Repito la pregunta y nadie está ahí para salvarme. Debo enfrentar la situación y me doy cuenta de que no sé nada sobre García Márquez, excepto que escribió Cien años de soledad y otras muy buenas novelas y que, claro, recibió el premio Nóbel de literatura; tan ignorante no soy. Salgo del paso, al parecer sin convencer al auditorio, hablando de lo que más conozco sobre García Márquez: Cien años de soledad. Se produce un ligero desorden con mucha conversación, cambio de asientos, intercambio de papeles y movimientos varios que yo aprovecho para cambiar de tema. Miro el reloj y, horror, solo han pasado treinta minutos.

Pienso rápidamente en algo que muestre en mí intelectualidad y conocimiento sobre el tema a tratar, entonces les propongo hablar sobre Borges y me doy la vuelta para escribir el nombre en el pizarrón: BORGES. Los pilluelos no desperdician la oportunidad para hablar, reír, gritar y, cuando me doy vuelta, sorprendo a uno haciendo gestos obscenos que rápidamente disimula con un paso de baile en medio de la algarabía general. De nuevo llamo a la reflexión; que el respeto, que la relación horizontal, que la responsabilidad, pero a nadie parece interesarle demasiado. Hasta los de la primera fila han perdido interés en mis palabras. La belleza sonríe burlona mientras garabatea algo en su cuaderno. Me rehago y les pregunto qué saben sobre Borges. Silencio –es decir falta de respuesta-, en medio del bullicio general. No puede ser, estos bárbaros nunca han oído hablar de Borges. Veo el reloj y siento desfallecer, solo han pasado cinco minutos desde la última vez y aquello parece interminable.

Como un último intento pregunto qué libro están leyendo y si alguien puede comentarlo. Esta vez las respuesta son variadas: condorito, risas, anita la huerfanita, risotadas, algún Cohello, el deportivo, sociales, más risas. Ya no se que hacer, estos salvajes encima de malcriados son ignorantes. No me atrevo a mirar el reloj, temo lo peor.

Finalmente, recurriendo al cuestionado pero efectivo procedimiento de la educación tradicional, me agarro de la última tabla de salvación en aquel mar embravecido y les impongo como castigo la lectura en voz alta de un capítulo del libro Diablo Guardián, que afortunadamente traigo conmigo, bajo amenaza de llamar a la directora si continúa la indisciplina.

Los siguientes minutos transcurren con la lectura sostenida de Diablo Guardián en medio de cuchicheos, risitas, amoríos, timbres de celular, aburrimiento e indiferencia general. Por fin suena la campana y todos nos levantamos aliviados; en especial yo que no tengo tiempo para decir nada más porque esa banda de energúmenos sale del aula como una tropa de furiosos convictos recién liberados. Sin duda fueron las dos horas mas largas de mi vida. Ramón no me advirtió sobre esta cáfila de delincuentes juveniles a los que no les interesa nada sobre la literatura, ni nada que no sea jugar y pasarla bien, aún a costa mía. Voy a quejarme con María Teresa. De pronto escucho la voz de la belleza que irónicamente me pregunta desde la ventana:

- Profe ¿cuándo vuelve?



20060324

Un violín no es un chelo

Esto que le cuento sucedió hace unos tres o cuatro años, cuando yo tocaba el chelo, porque ahora, como usted ve, toco el violín. Sucedió en Santa Ana, allá vivíamos con mi madre y mis cuatro hermanos, porque mi padre siempre anda por otros lugares trabajando y llega de tiempo en tiempo, trae dinero y algo de víveres, pero eso a mi madre no le alcanza, así que ella trabaja ayudando en las casas de la gente rica. Ella es muy buena, cuando perdí el chelo, igual me compro un violín nuevo porque sabe que la música me gusta mucho y que yo si no toco me pongo mal y mi cabeza me da vueltas, me desespero; con la música vuelvo a vivir.
Y lo que le cuento fue también a raíz de lo mucho que a mí me gusta tocar. Porque entre la gente del pueblo hay muchas personas malas y hay una familia que estaba envidiosa por lo que yo tocaba en la orquesta de la iglesia y por eso decidieron ponerme un mal. Si, la pérdida de mi chelo no fue porque yo sea un descuidado o me ande olvidando las cosas, y mucho menos mis instrumentos que siempre me gusta llevarlos conmigo, como usted puede ver. Lo que pasó es que estábamos ensayando el Agnus Dei en la orilla de la laguna y cuando terminamos nos acercamos a un muelle y ahí me salió al encuentro una serpiente y, mire usted mi brazo, aquí me mordió, esta es la marca de aquella mordedura. Pero felizmente no me asusté, por eso el veneno no hizo su acción; además, porque agarré a la serpiente y la maté, le saqué los dientes y le quite el cuero; me fui a mi casa y le conté a mi madre lo que me había pasado y ella preparó unas hojas de tabaco con otras yerbas que hay en el monte y, todo eso, con el diente de la serpiente, me lo puse en la herida y lo envolví con el mismo cuero de la serpiente. Así fue que no me paso nada. Pero mi chelo cayó en la laguna y no pude recuperarlo. Por eso ahora tengo un violín. Pero aquella familia, más propiamente una mujer llamada Esmerita, pagó por lo que me hizo, y por lo que hizo a muchas otras personas. La quemaron por bruja en la plaza del pueblo. Y cuando ella estaba ardiendo, un remolino de fuego salió hacia el cielo y toda la plaza, incluida la iglesia, se hundió en la tierra y fue como si una gran explosión sucediera en el pueblo. Luego vino una calma muy grande, no se oía nada ni nada se movía y cuando abrimos los ojos la plaza y la iglesia volvieron a su lugar.
Pero la bruja estaba ya muerta y las gentes se fueron a sus casas sin decir nada a nadie, como si nada hubiera pasado. Nadie quería hablar sobre eso, ni nadie nunca habló. Yo ahora le cuento por lo del chelo, que me dio mucha pena perderlo. Pero felizmente ahora tengo un violín.

20060323

Desde el Sur


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