20060825

Loco de atar

Cuento
El hombre llega con paso apurado hasta la esquina de la plaza principal y observa la calle atestada de automóviles, espera un momento, cruza la calzada y se dirige al monumento a la libertad, en el centro de la plaza. Va pulcramente vestido con un sobrio traje de color café. Debajo del brazo lleva una carpeta de cartulina que sostiene con mucha atención. Se llama Luis Eduardo y tiene una importante tarea que cumplir; él y sus compañeros han decidido reunir firmas para luchar contra la prohibición de publicar un semanario. Tiene unos ojos de color azul intenso que, vivaces, buscan posibles firmantes entre la gente que se encuentra en el lugar.
Sentados en un banco de la plaza, Luis Eduardo observa a tres hombres que conversan mientras toman el sol del mediodía. El primero, el de mayor edad, tiene la apariencia de los jubilados que miran pasar el día mientras esperan inmutables la renta que no llega. El segundo, un calvo de edad indefinida, tiene la expresión despreocupada y satisfecha de los mantenidos, de los que nunca han trabajado. El tercero, que es relativamente joven, tiene la nariz afilada y la mirada vaga y vidriosa de los desempleados. Hacia ellos se dirige con una amplia sonrisa en el rostro.
-Buenos días, mi nombre es Luis Eduardo. Disculpen la molestia pero ando recolectando firmas para presentar una solicitud que busca revocar la prohibición de publicar un semanario que, injustamente, nos ha impuesto el director de mi instituto -dice enfático mientras saluda a cada uno con un fuerte apretón de manos.
-Pero, que barbaridad –dice el desempleado, un tanto confundido.

-Díganos de que se trata y con gusto lo ayudaremos, si es que usted tiene la razón –contesta en tono amigable el mayor de los tres hombres.
-Desde luego que la tengo –responde Luis Eduardo-, se trata de la publicación de un semanario con notas sobre distintos tópicos de la vida institucional, de la cultura, del deporte y de la coyuntura que nos ha tocado vivir; díganme si ustedes no tienen algo que decir o comentar sobre la globalización o sobre la selección nacional de fútbol, o sobre el presidente, por ejemplo; o quizá un poema para un amor escondido.
-Por supuesto, pero no entiendo porque se opone el director de su instituto –replica con curiosidad el jubilado.
-Me imagino que es un político autoritario que teme que ataquen a su partido- dice con expresión de rabia el desempleado
-Alguna razón tendrá –acota con indiferencia el calvo satisfecho
-En el primer número del semanario hemos publicado algunas notas sobre la vida en el instituto, la mayor parte se refieren a anécdotas y bromas de buen gusto sobre los compañeros; también algunos han escrito poemas y otros han escrito artículos sobre la política del país o sobre la guerra en Irak. El director opina que algunos de los artículos sobre política y en especial los poemas son demasiado, digamos, inflamados. Pero consideramos que estamos en el derecho de emitir nuestras ideas.
-Ya veo por donde anda el malestar del director. Ese semanario debe ser un pasquín revolucionario o algo así – vuelve a intervenir el satisfecho.
-Pero veamos, no creo que eso pueda ser ofensivo para nadie, menos para el director, si es que no hay referencias de mal gusto que lo perjudiquen o que busquen su desprestigio- dice el jubilado.
-Nada de ello -replica Luis Eduardo-. Sobre él no se ha escrito nada; es más, todos los artículos que hacen referencia a la vida del instituto muestran su lado humano; lo repito, son las opiniones sobre el país, la guerra o la globalización lo que más molesta al doctor. Además de los poemas, por cierto.
-Creo que ustedes tienen un inquisidor por director. No puede ser que en plena democracia haya gente que censure la libre expresión de las personas. No hay derecho- argumenta con indignación el desempleado.
-A mí me quedan algunas dudas; a título de libre expresión tampoco se puede andar incendiando el mundo -afirma con autoridad el satisfecho.
-Mire -dice Luis Eduardo mientras enciende un cigarrillo-, tampoco acepta el nombre que pusimos a nuestro semanario, lo considera ofensivo y de mal gusto.
-¿Y qué nombre le pusieron? –pregunta con curiosidad el jubilado.
-Nosotros también pensamos- responde Luis Eduardo a tiempo que chupa con avidez aspirando el humo de su cigarrillo.
-Pero es un verdadero abuso, ese tipo está loco- manifiesta el desempleado mirando sin ver la alta torre de la catedral que repica las doce campanadas del mediodía.
-Si señor, usted lo ha dicho, un loco de atar –contesta Luis Eduardo con el rostro iluminado por una gran sonrisa.
-Bueno, bueno, mi estimado amigo, ahora díganos a quiénes debemos apoyar en este justo pedido- le dice con actitud bondadosa el jubilado.
-Le quedo muy agradecido, somos los internos del Instituto Psiquiátrico que está cerca de aquí, frente al parque central –contesta Luis Eduardo.